Escribir teatro para niños: una conquista de la libertad
Por Suzanne Lebeau – Canada

La infancia.

La infancia ha sido siempre considerada a lo largo de la historia y de las civilizaciones como un estado transitorio y, el niño, como un ser humano en evolución o desarrollo, ausente de los discursos filosóficos, de las teorías que hablan del hombre y de sus búsquedas, de sus conquistas y de sus fracasos. El término latino infans lo dice bien, es aquél que no habla. Una derivación semántica ha dado: aquél que no tiene derecho a hablar.

La infancia, como lo sabemos todos, es un período intenso de aprendizaje, de formación del yo, de la construcción de la identidad. Pero cuando se trata del niño, no se habla de identidad, sino de desarrollo… lo que es muy significativo. Sin embargo, la infancia jamás es vivida por los niños como una transición o un pasaje. Ellos están inmersos en el presente de forma absoluta y determinante. Los niños no están a la espera de… Viven en el «aquí y ahora» con una sorprendente capacidad de no hacer jerarquia en sus ocupaciones y de sumergirse totalmente en lo que están haciendo. Alcanza con observar a un niño jugando en un charco de agua y constatar la gravedad de su exploración para convencerse de ello. ¿Por qué entonces tratamos siempre a los niños que viven en el presente como un ser en devenir?

Esta dicotomía entre la mirada que tienen los adultos sobre los niños y los niños mismos es tanto más perturbadora en tanto que el ser humano se construye a través de la mirada del otro. Existimos y nos definimos en y por la mirada del otro, presencia inevitable que pone en cuestión nuestra propia identidad.
Esto es todavía más verdadero para el niño que nace en un estado de dependencia. La primera mirada que le da existencia es la de sus padres. Winnicott afirma que la construcción de la identidad está ligada a los cuidados que recibe el niño en su primera infancia. Esos cuidados permiten al pequeño enraizar la imagen de sí mismo a través de la transformación corporal y la construcción del « yo » en la relación con los otros alrededor y con las expectativas de sus padres. Esta primera relación de dependencia del recién nacido se transforma rápidamente en una relación de autoridad, una relación de autoridad que hay que poner en cuestión en el encuentro artístico entre creadores adultos y públicos infantiles.

Hay otra constatación inquietante: la infancia y el niño jamás son sujetos. Son objetos. Objeto de cuidados, objeto de estudios de la psicología cognitiva y de la pedagogía, de las ciencias humanas dedicadas al estudio de la infancia.

Como dice Bernhard Schlink en El lector  (Editorial Anagrama): « ¿No te acuerdas de cómo te enfadabas de pequeño cuando mamá, por tu bien, te obligaba a hacer algo que no querías? ¿ Hubieras tenido derecho a hacerlo, aunque fueras un niño? Es todo un problema. Un problema filosófico. Pero la filosofía no se preocupa de los niños. Los ha dejado en manos de la pedagogía, la cual no les trata bien». Schlink no estaba completamente equivocado. La pedagogía se ha consagrado casi exclusivamente a modular las reglas de una relación de sumisión didáctica en la que el niño es quien aprende y el adulto el que sabe.

Hay excepciones por supuesto. Freinet ha basado en Francia su pedagogía en la libre expresión del niño y en el trabajo cooperativo; Montessori, precursora del feminismo en Italia, ha militado por un verdadero respeto del niño como ser humano; Korczak en Polonia, inició una revolucionaria autogestión pedagógica, que daba a los niños real poder de expresión, participación, asociación y decisión en unos consejos democráticos que había inventado, Martí, quien incluía en Cuba en el siglo XIX a los niños en su proyecto de país igualitario y justo y que publicó uno de los primeros periódicos dedicados a los niños: La edad de oro; Pestalozzi, Summerhill, Decroly, Freire, Meirieu en Francia, quien trabaja sobre las relaciones estrechas entre arte y educación.

Ninguno de estos pensadores brillantes y vanguardistas ha logrado desestabilizar de modo durable y definitivo la relación de sumisión didáctica. Una conclusión que sorprende cuando se observa lo que el niño aprende en los primeros años de su vida por sí mismo, sin maestro y sin tutor, por intuición, mimetismo, exploración, deducción con su propia mirada sobre el mundo, mirada nueva y original, compleja y matizada, nunca formateada.

Hace falta entonces preguntarse por la doble autoridad moral, intelectual, física que ejerce el adulto sobre el niño, que se suma a la del autor. El autor es el que habla y el público adulto ha elegido escucharle. Da su punto de vista sobre el mundo y su punto de vista es parcial y eminentemente contestable. Hablaremos de esta doble autoridad del artista que elige al público joven: como creador es el que tiene la palabra y como adulto frente al niño es el que sabe.

Segunda parte: 40 años de escritura

El encuentro teatral

El teatro es un arte público, un encuentro entre la escena y la sala, en un aquí y ahora que nunca será lo mismo dos veces. Cada vez cambia algo. El autor que escribe para los públicos adultos recibe, con las ganas de escribir y el oficio de escritor, todos los derechos: el de dar al mundo un punto de vista sobre ese mundo único, el suyo, sencillo punto de vista personal, parcial y contestable que el público puede elegir si ir a escuchar o no. Si el espectador adulto, que ha suspendido su libertad durante el tiempo de la representación, está shockeado o indignado, tiene derecho a gritar, a llorar, a irse, a crear un escándalo, como algunos que han quedado en la historia (pienso en la batalla de Hernani de Victor Hugo). Esos escándalos son sanos. Provocados por los espectadores y dirigidos al autor o al conjunto de los creadores, le dan al teatro su vitalidad.

Distinta es la situación del niño espectador: no elige el espectáculo que va a ver, no tiene derecho a salir antes de que termine el espectáculo y, por supuesto, no tiene el derecho de armar un escándalo.

Debe escuchar, “entender” para poder hablar de lo que ha visto de manera inteligente y sensible, si al maestro le ha gustado la obra; con argumentos críticos, si al maestro no le ha gustado la obra. De manera sensible, si el maestro también habla de modo sensible.

La relación del espectáculo con los espectadores, del autor con el espectador, es la del adulto hacia el niño: es una relación de buena conducta y de sumisión didáctica que desequilibra y amenaza el encuentro de dos intimidades base del encuentro artístico.

El contexto del encuentro

Si el encuentro está minado, ¿qué decir del contexto? Los poderes y derechos que ejercen los adultos sobre los niños, la mayoría del tiempo sin saberlo y sin quererlo, únicamente por haber nacido antes, les dan también responsabilidades que les permiten (para algunos es una obligación) tener un control sobre todo lo que se presenta al niño.  Son muchos los adultos (padres, maestros, programadores, críticos, etc.) que se sienten responsables de elegir lo que es bueno y lo que no es bueno para un niño, es decir, para todos los niños, pues la responsabilidad se extiende a todos los niños a su cargo.
La cuestion es central y fundamental: ¿quién puede decidir lo que es bueno para un niño? ¿Quién puede saber lo que es bueno para doscientos niños reunidos por el azar en la misma sala, niños que ni siquiera han decidido estar en esa sala en este momento, que la mayoría del tiempo ni siquiera saben el título de la obra que van a ver? El creador tiene, entonces, entre él y el espectador niño, a TODOS los adultos que rodean a esos niños. Aún cuando el término rodear permita imaginar buenas intenciones, esa actitud produce el mismo efecto que nivelar el discurso a verdades universales aceptadas por todos e inducir a una censura a veces directa, brutal, a veces sutil, pero igualmente perversa.

Pues si cada espectador es único, cada uno de los adultos que deciden es igualmente único y cada uno de los adultos responsables (maestros, programadores, difusores, padres, la lista es larga) tiene SU concepto de lo que es un niño, de la relación que él prefiere entre el arte y el niño, de la influencia que va a ejercer, del margen de maniobra crítica que está dispuesto a permitir al niño. La palabra «permitir» habla por sí misma. El adulto permite al niño ver un espectáculo y permite al autor decirle algo al niño, pero ese discurso debe ser conforme a lo que ese adulto piensa que se le puede decir a los niños. El autor que recibe de los adultos responsables de niños el derecho de hablar a esos niños, recibe de esos mismos adultos. Con este permiso recibe la responsabilidad de decir lo que està reconocido como un discurso aceptable para los niños. Así el autor que escribe para el público infantil se encuentra dolorosamente en una doble situación de autoridad: la del artista que tiene la palabra y la del adulto por la que ya tiene derechos y poderes.

Entonces, cuando se genera un escándalo, es malsano, porque no viene de los niños, sino de los adultos que rodean al niño.  No es provocado por los espectadores que son los niños sino por los mediadores, que de mediadores pasan a ser censores. El poder está claramente en manos del adulto, incluso del benévolo.

¿Cómo puede el autor que elige al público infantil ser realmente autor en estas condiciones, asumir las obligaciones morales, éticas, estéticas que se impone a sí mismo y las que le querría imponer una sociedad de desafíos educativos que influyen con todo su peso a pesar de intereses divergentes y frecuentemente contradictorios?

¿Cómo el autor que elige el público infantil puede establecer una relación entre dos intimidades, base de los encuentros artísticos, con esos espectadores niños que están en una relación tan desigual, en el sentido filosófico del término?

Mi encuentro con el público infantil:

Estas dos cuestiones surgieron en las primeras funciones que di como actriz a los 21 años, actuando en un espectáculo de Comedia Dell’arte, de gira en parques durante un verano. Hacía yo, una Colombina, y el Pierrot, era mudo. Después de cada función, los niños que se acercaban a los actores me hablaban normalmente y los que iban a ver al Pierrot le hablaban con gestos. La situación se repetía todos los días con una regularidad que me intrigaba.

¿Por qué me hablaban los niños normalmente a mí y se dirigían, en cambio, al Pierrot respetando las convenciones del espectáculo y no las reglas de una conversación fuera de escena?

¿Seria tan delgada la frontera entre realidad y ficción para el público infantil?

¿Habría algo en el lenguaje corporal que había puesto en movimiento el imaginario de los niños?

¿Habría un lenguaje particular para conmover al público infantil? ¿Cuál sería ese lenguaje?

¿Cómo sería?

Las preguntas, lejos de llevar a respuestas, se multiplicaban, e hicieron de la escritura para públicos infantiles un territorio apasionante por las contradicciones, las dudas y preguntas que surgieron a partir del contacto con los públicos infantiles y las reglas de lo conveniente, impuestas por los adultos que estaban entre la creación y los espectadores.

Busqué una escuela de actuación que me hablara del público infantil. Esa escuela no existía. Pensé en el trabajo corporal, pues el languaje corporal había sido un detonador. Pensé en las marionetas, con su poder metafórico que va más allá de las palabras, en los intersticios de la sensibilidad que las palabras no saben encontrar, y partí a estudiar mimo con Decroux en París. Después mimo y marionetas en Polonia, en Wroclaw. En 1974 volví a Montréal y actué en dos producciones para niños con los títulos evocadores de El baile de máscaras y El bosque maravilloso. Después de cada función iba a hablar con los niños y podía constatar un hiato vertiginoso entre el discurso insípido y moralizador de los textos y el lenguaje animado, vivo, curioso de los niños.

En 1975 (01), escribí un primer texto Ti-Jean quisiera casarse, pero… y fundé la compañía Le Carrousel con Gervais Gaudreault para montar el texto. No me quiero extender en ese período de escritura que duró 5 años durante los cuales escribí 5 textos. Llamo a este período de inocencia porque no me preguntaba seriamente quiénes son los niños para los que estaba escribiendo, pero no puedo ignorar completamente este período, porque en esa experiencia, existía ya el deseo de transgredir las reglas dadas. Esa participación era una verdadera y peligrosa apertura hacia los niños, que les daba un poder real, inscripto ya en la escritura. Lo dice muy bien Nicolas Faure en su libro Le théâtre jeune public: un nouveau répertoire (El teatro para público joven/infantil: un nuevo repertorio):

Ti-Jean quisiera casarse, pero… supone una relación pedagógica entre el autor y el niño, pero no tan desigual. En efecto, hay algo más que una simple expresión artística, existe el deseo de ser tanto educador como creador. Pero asumiendo esa parte pedagógica, a través del riesgo de la improvisación, el autor encuentra finalmente una nueva forma de igualdad en la relación. El adulto no es el que da una lección (el sentido no es unívoco), él ofrece una proposición es decir un cierto poder.

De 1975 a 1980 (02) escribí cinco obras concebidas según un principio de participación activa de los niños, que les daba un verdadero poder en el desarrollo dramático. Pero yo escribía desde el punto de vista de hacer un enunciado que nunca es discutible para el adulto que tiene el conocimiento y quiere compartir este conocimiento con los niños. La relación didáctica tranquilizaba a los adultos y si la audaz y casi podríamos decir la delincuencia, que generaba esta participación era perceptible, era aceptable en el contexto de las nuevas pedagogías.

En mil-novecientos-setenta y nueve tuve la intuición de una nueva postura en la escritura: Una luna entre dos casas.

En mil-novescientos-setenta y nueve, mi hijo tiene 3 años y lo llevo al teatro. Él ve todo, aún cuando los espectáculos no estén pensados para los niños más pequeños. Observo a los pequeños que no tienen la edad prevista, cómo escuchan, pierden el interés, vuelven al espectáculo, se apasionan de golpe. Estoy atenta a los estímulos que atraen su atención, a los momentos en que pierden el hilo en un sorprendente movimiento conjunto «de efecto dominó». Trabajo con niños de 3 a 5 años cuatro días a la semana en un taller de creación libre. Los frecuento mucho. Releo a Piaget, Wallon, Winnicott con el sentimiento de comprender lo que había estudiado tiempo atrás.

Decidí escribir un texto para ellos.

Será Una luna entre dos casas. Elegí una situación simple de oposición, de diferencia y de encuentro. La acción misma se centra en torno a la alternancia del día y de la noche, a través de signos y símbolos que los pequeños reconocen fácilmente; el sol y la luna para el día y la noche. Debía haber observado bien a los niños, ya que sin conocer el texto que Wallon había escrito tras una extensa experimentación, construí ese primer texto para los más pequeños de 3 a 5 años en oposiciones esclarecedoras y dinamismos binarios:

(…) en el origen se trata de la existencia de elementos de a pares. La dualidad precede a la unidad. La pareja o el par son anteriores al elemento aislado. Todo término identificable por el pensamiento pensable exige un término complementario, en relación al cual se diferencia y al cual puede ser opuesto.

Pude medir el impacto del espectáculo. Lo interpreté cerca de cien veces y lo acompañé frecuentemente en las giras durante las setecientas funciones que dimos en francés, español e inglés. La escritura del texto, la creación de la puesta en escena, ver a los pequeños durante las representaciones y en los encuetros después de las mismas, el estudio de sus dibujos, esas cosas han sido mi primera, VERDADERA, escuela de escritura. Aprendí que debía sentarme en el piso con los niños y ver el mundo con los ojos a la altura de sus ojos, escucharlos hablar del mundo en sus palabras, con sus frases, comprender sus vacilaciones y sus certezas, frecuentar sus dudas, sus sueños y sus miedos.

Después de Una luna entre dos casas nunca más escribí inocentemente. Escribí sabiendo que escribía para niños y con la conciencia de yo era autora, mujer, madre, adulta, ser humano y que debía reinventar para cada texto un equilibrio inestable y precario entre la autora que soy y un público específico, cautivo, múltiple.

Después de Una luna entre dos casas quise encontrarme con los mayores… de 8, 9, 10 años, que conocía mal. Imaginé un proyecto de animación que debía durar tres meses: escribía todas las mañanas y trabajaba con niños de barrios socioculturales distintos y edades distintas todas las tardes.  Elegí la escuela que me diera acceso a niños de edades y ambientes socioculturales diferentes reunidos en un lugar de vida inevitable. El proyecto era sencillo: demasiado sencillo… Pasé el año escolar entero con los tres grupos sin escribir una línea. El material era apasionante, no alcanzaba a decir : « se terminó ». Estaba con los niños, totalmente inmersa en su búsqueda de identidad.
El tiempo de decantación fue largo. Tenía demasiada información inspiradora y estaba bloqueada entre el rico material que me habian dado los niños y la obligacion de escribir un sencillo punto de vista en mi lenguaje, mi aliento, mi ritmo. Debía responder a dos mandatos contradictorios: el mandato interior de la autora y el mandato exterior de la animadora cerca de los niños y la directora de compañía, sensible a las presiones de la sociedad de adultos. Esperé más de un año una iluminación, una idea tan fuerte que hiciera surgir la escritura, que llamo ahora metáfora fundacional, que hubiera permitido el pasaje de la animación a la escritura. Para Pequeños poderes (03) la metáfora se manifiesta a través de una estrategia textual: los coros (de niños y de padres) multiplican las causas posibles de conflicto, mientras que las soluciones individuales deben reinventarse en cada una de las situaciones.

El impacto del contexto.

Hizo falta la obra Cuando yo tenía cinco años, me maté para darme cuenta de las obligaciónes que daba el contexto en que trabajan los artistas que eligen los públicos jóvenes. Estamos en 1986, Le Carrousel sigue representado Una luna entre dos casas y Pequeños poderes cuando Gervais me da a leer la novela de Howard Buten: Cuando yo tenía cinco años, me maté. La novela cuenta la historia de un niño de 8 años internado en una institución psiquiátrica porque fue encontrado desnudo en la cama de una niña de su edad por la madre de la niña. La novela describe una sociedad y sus tabúes a través de la mirada de un niño de ocho años y se aventura en zonas emotivas que yo sola, nunca me hubiera atrevido a explorar. Hice la adaptación teatral sin imaginar la conmoción que iba a provocar la obra. Con ese espectáculo fui atacada de manera violenta y personal… pero el hecho de haber elegido ese texto y de saber por qué lo había elegido me permitió desarrollar una argumentación precisa para defender la obra y sobre todo tomar conciencia de la increíble dicotomía entre la recepción de los adultos y la de los niños.

Tercera parte: El mandato imposible y dos conceptos esclarecedores.

El mandato imposible

Nunca antes había percibido tan directamente la presencia del adulto que decide y censura. Me di cuenta que hay tres fuerzas contradictorias en juego para que tenga lugar la representación teatral ante público joven: los adultos que deciden, los niños, el público en movimiento, múltiple a la vez que único en su calidad de espectador que parte de un grupo de competencias específicas, finalmente el autor y los creadores que reivindican la libertad necesaria para que pueda tener lugar el encuentro de dos intimidades, condición para el arte.

Entre esas tres presiones elegí descartar una voluntariamente, la de los adultos, quedándome nada más que con dos: la de la escritura, (que llamo el mandato del interior) y la de los niños, el público (que califico como el mandato exterior). Los niños tienen 3, 5, 8, 12 años y si cambian sus intereses, si su desarrollo cognitivo, emotivo, social orienta sus miradas, es esa mirada que debo buscar y adoptar. Mi desafío, entre los dos mandatos, era entonces no traicionar: no traicionar las palabras, las confidencias, el tono de los niños y sus palabras para hablar del mundo… Y no traicionarme en mi forma de decir, con un ritmo, unas palabras, imágenes y un imaginario propio… La alquimia es delicada en todas las etapas de la escritura: hace falta reconciliar los irreconciliables.

El impulso que hace surgir las primeras preguntas que me van a llevar a la escritura puede ser interno (preguntas obsesionantes como para la escritura del Ogrito) o externo: el hecho de sociedad, una noticia, un documental (El ruido de los huesos que crujen) que no puedo olvidar, que se instala en mi inconsciente como materia de escritura.

Sólo entonces surge en el fondo la preocupacion por los públicos que se formula de manera diferente a cada proyecto. En la investigación previa a la escritura ya estoy en la creación. Reinvento cada vez mi manera de encontrarme con los niños. La edad del público al que me dirijo es ya un factor importante, la temática, las preguntas que me formulo a mí misma me indican como poner en movimiento la palabra de los niños, hacer surgir las imágenes. A veces propongo situaciones de juego dramático, a veces los hago escribir, dibujar, explicar sus dibujos para conducirlos a las zonas más intimas de su vivencia, de su pensamiento, de sus deseos. Esta etapa es una vasta exploración amorosa. Amo la mirada sobre el mundo que tienen los niños y estoy de acuerdo con Henri Michaux cuando decía en Les commencements (Los comienzos) que « Las faltas del niño hacen su genialidad ».

Durante la aproximación a un tema, a una temática, la exploración de un cuestionamiento con los niños, estoy en la empatía, primer concepto del método de trabajo que desarrollé para escapar a la autoridad del adulto frente al niño.

El primer concepto esclarecedor: la empatía

La empatía planta sus raíces en la filosofía bajo el nombre de intersubjetividad y ha encontrado nuevo aliento en los recientes hallazgos de las neurociencias, que han permitido, gracias a las imágenes por resonancia magnética (IRM), avances decisivos en el conocimiento del cerebro y de los procesos cognitivos.

Alain Berthoz, un neurocientífico francés, define así la empatía : ser capaz de adoptar el punto de vista del otro, entrar y participar de su flujo emotivo sin jamás perder de vista su propio punto de vista. Es en ese espíritu que trabajo con los niños.

Encontré en las teorías sobre la empatía (ver Damásio, El error de Descartes y En busca de Spinoza) un elogio de lo sensible que le vuelve a dar al arte su justo lugar en las relaciones humanas, en la exploración del mundo y que establece de manera irrefutable la importancia de lo sensible (casi un sexto sentido) y sus funciones reales en los procesos cognitivos.

Reconocí en el concepto de empatía mi método de trabajo: ya en 1988, afirmaba escribiendo Una luna entre dos casas, que marca un verdadero giro en mi postura de autora: «Escribir para los niños es más una forma de mirar el mundo a la altura de sus ojos que la necesidad de inventar un mundo diferente y maravilloso, más alegre, más colorido, más sonriente ». Se trataba de empatía en la definicion de Berthoz:

El secreto de la empatía (…) no reside (…) solamente en la capacidad de simular mentalmente las acciones del otro o de experimentar sus emociones. Exige la capacidad de cambiar de punto de vista manteniendo la sensación de sí mismo.

Berthoz agrega que si bien el cambio de punto de vista es esencial, no es suficiente.

Hace falta también un cambio del punto de sentir. Integrar en su vivencia el flujo de sentimientos del otro.

La empatía permite acercarse al otro, comprender lo que vive. Permite también silenciar las ganas de influir sobre el otro que tenemos (sobre todo en una relación como la que se da entre niños y adultos). La función última de la empatía sería permitir cambiar uno mismo en contacto, en relación con el otro. Esta función de cambio ha sido particularmente determinante en mi escritura cuando se analiza los primeros textos y los últimos El ruido de los huesos que crujen, Gretel y Hansel, Tres hermanitas. Son los niños mismos los que me me hicieron pasar de una escritura dramática clásica (unidad de tiempo y acción, dictadura del diálogo) a una escritura más contemporánea. Son ellos también los que me convencieron de su fuerza moral, de su capacidad de resiliencia, de su curiosidad para ver el mundo como es y de su apertura a las formas más complejas y los cuestionamientos existenciales.

Me encontraba con los niños antes de escribir, durante la escritura y para volver sobre algunos textos intentando establecer con ellos esas relaciones que Berthoz define asi:

“un curioso proceso dinámico de interacción vivida que exige simultáneamente ser uno y otro, de vivirse uno mismo y al mismo tiempo escapar de ese punto de vista egocéntrico para adoptar un punto de vista heterocéntrico.”

Los niños me ayudaron también a entender

– porqué algunos textos míos habían shockeado tanto a los adultos, mientras los tocaban directamente,

– porqué me encontré a menudo en el centro de los debates sobre lo que se puede o no se puede decir a los niños.

Fueron también los niños los que me pertimieron

– acercarme a la esencialidad del ser humano y a las dudas que nos conmueven desde el nacimiento hasta la muerte, lejos de las imágenes consensuales de una infancia ligera y frívola, incluso en su imaginario…

Finalmente

– los períodos que pasaba con los niños en torno a una temática, un asunto, un cuestionamiento me permitían construir los argumentos para responder a las objeciones críticas de los adultos sobre la pertinencia o no de un contenido, de una forma dramática.

La metáfora fundacional

Siempre escribi con la sensación incomoda de una distancia entre el artista y el espectador. Decidi considerar ese desfase como inevitable y me puse a buscar en los huecos, los posibles y los imposibles, las trampas, las pistas falsas… El análisis de esa distancia se cambio con el tiempo en un desafío apasionante que me obligò acercarme a los niños durante la exploracion de los temas que me interesen y a definir qué es lo que yo, mujer, adulta, ciudadana, quiero compartir con ese público. Finalmente, esa misma distancia me obliga a mantenerme atenta a las fuerzas conscientes inconscientes de la escritura para que se produzca la « pérdida de control » que supone el acto artístico, ese mismo control que se sienten obligados a sostener los adultos en sus relaciones con los niños…

Con Una luna entre dos casas sentí que había un momento preciso en que mis conocimientos teóricos sobre niños de 3 a 5 años, mis investigaciones sobre su desarrollo, se callaban cuando la escritura se activaba.

Con Salvador, obra sobre los niños de la calle (04), mencioné el momento preciso en el que la mecánica de la escritura se desprendio de las etapas de investigación y llamé metáfora el momento de cristalización de la idea dramática. Había encontrado los vendedores de 6-7 anos nocturnos durante dos giras en Argentina y Perú. Vendían pequeñas cosas, medallas, postales en las calles, los restaurantes. Sus miradas curiosas me persiguieron hasta Montréal y cada día me asombraba de que nuestros niños del norte que parecen vivirn un vida màs fácil hubiera perdido esa luz de la mirada. Volví a las escuelas para comprender lo que sabían los niños del norte de los niños trabajadores. Sabían poco, màs bien tenían muchos prejuicios. Después hicé el mismo trabajo de animación con niños de tres ambientes socioculturales en Perú…

Me quedé aterrorizada por la cantidad de trampas a evitar: no edulcorar la vida de los niños que trabajan, no caer en el miserabilismo (esos niños jamás son miserables), no alimentar la sensación gloriosa de ser favorecidos a los niños a los que estaba destinada la obra. Me volví a encontrar la situación de reconciliar lo irreconciliable… el rol de la metáfora que Aristóteles definió como un movimiento que une un par de términos, con la idea de transgresión que enriquece el desfase entre esos dos términos. El texto, que habla de los niños trabajadores que son niños con sus deseos, sus ganas, sus talentos, tomó forma en torno a un mango que la madre de Salvador logra hacer crecer en medio del clima hostil de las montañas peruanas.

Aristóteles decía que una de las funciones de la metáfora es rellenar una laguna semántica. Creo que utilicé la metáfora para rellenar una laguna fenomenológica y semiológica entre el mundo de los niños y el de los adultos que se contraponen sin justificación como si los niños vivieran fuera del mundo en el cual vivemos todos. Es imposible mantener a los niños en la ignorancia de un mundo que se visualiza en imágenes gigantes y ruidosas que provienen de todas partes, invaden lo cotidiano, están en los titulares de los diarios, en el espacio público y hasta en nuestro imaginario, nuestro inconsciente…

(05) Con El Ogrito precisé el concepto de metáfora que determina mi proceso de trabajo y que llamé fundacional porque me permitía articular y dar vida en una historia, una situación, un personaje a las paradojas, las contradicciones, los irreconciliables que habían hecho surgir la investigación y la reflexión previas a la escritura. La pregunta que dio origen al texto de El Ogrito es la de las pulsiones… de vida y de muerte, del bien y del mal que ya los adultos logramos explicar con dificultad gracias a las nociones de psicología y filosofía. Mi trabajo de animación con los niños se ha centrado sus formas de comportarse, de vivir con esas pulsiones que dejan el sentimiento amargo de haber hecho lo que no deberíamos haber hecho o de no haber hecho lo que deberíamos haber hecho. Después de una primera exploración de los extremos : el bien absoluto, el mal absoluto, volvimos al centro de los matices cada vez más finos y a las cuestiones éticas delicadas sobre las que es más interesante e importante el debate que las conclusiones…. porque rara vez hay respuestas definitivas. Recuerdo haber leído a los niños el comienzo de un cuento que se llamaba Mi padre ha matado a mi hermana, que no lograba terminar y que contaba la historia de una eutanasia… en la que era imposible decidir si el padre tenía razón o estaba equivocado… los niños eran interpelados directamente por ese cuestionamiento.

Después de tres meses de animación me encontré con dos certezas que habían surgido en todos los grupos: cada uno de nosotros lleva el mal dentro de sí y un personaje que representa el mal absoluto detesta a los niños y busca hacerles daño. Los niños que me habian lanzado centenares de pistas, eran unánimes en estos dos puntos. Busqué los personajes en la vida cotidiana (pedófilos, abusadores de todo tipo, etc.) y me convencí rápidamente que debía alejarme de la realidad… Exploré el mundo de los cuentos, de las leyendas, los mitos. De todos los personajes que encontré el ogro era sin duda el más temible porque se come a los niños. Los devora. Es parte de nuestros fantasmas más antiguos y más extendidos… Pero todos sabemos lo que va a hacer el Ogro, a menos que se lo desvíe de su naturaleza de ogro, algo que no quería hacer.

Surgió el personaje del hijo del ogro, El Ogrito, colocado en la situación de elegir como querria vivir y que todavía podía influir su destino… Ese personaje del hijo del ogro tomaba en cuenta mis cuestionamientos, el imaginario de los niños, la doble cara del bien y del mal, del hombre salvaje y del ideal de un hombre en vías o en búsqueda de civilización con la esperanza de llegar a ese ideal. Tenía la metáfora fundacional y pude escribir.

Escribi varios textos después del Ogrito… Para cada uno de ellos, me di un tiempo de investigación para cuestionar las razones que me habían conducido

– a elegir una temática,

– a comprender el contexto de una situación, de una realidad,

– a cuestionar el apego para un personaje

– a entender porque sentía la obligación de tratar de ese tema

Lo hacia compararando mi punto de vista con los puntos de vista de los niños encontrados. Pequeña niña en la noche, Petit Pierre, Zapatos de arena, las decenas de Cuentos de niños reales, Gretel y Hansel, todos mis textos producidos o cajones se articularon con una metáfora…  que surge normalmente cuando no la estoy esperando o buscando… A veces, me haceta un bien momento después de la escritura para entender cuál era la metáfora fundacional que puso fin a la investigación y dictó las primeras palabras del texto.

(06) La escritura del texto El ruido de los huesos que crujen es un ejemplo de una metáfora que ha organizado la dramaturgia y permitido la escritura. Recibí el impacto de un documental de una hora que trataba sobre la vida de niños soldados en cinco paises. Miradas inolvidables, destinos de niños muy jóvenes ya condenados, situaciones sin esperanza y la resignación en miradas de niños de 8, 10, 12 años. Los niños soldados son los más traicionados de todos los niños, los más abusados, los más desfavorecidos… Son a la vez verdugos y victimas la situación màs incomoda. ¿Cómo podía yo, adulta consciente y responsable, imaginar hablar del fenómeno de los niños soldados en una obra de ficción para niños que no sabían nada de esa realidad?

No logré olvidar más a los niños soldados. Me obsesionaban, me habitaban. Si temía a la escritura, imaginando con dificultad cómo podría encontrar un rastro de esperanza, me convenció el trabajo de animación con niños de que ellos tenían un interés verdadero y fuerte por lo que viven los niños del mundo y una fuerza moral subestimada. Las investigaciones que hice sobre los niños soldados me revelaron en cambio lo peor. Se secuestra niños, se los quita de su infancia y su familia, se los lanza a las guerras civiles para las tareas que los adultos se niegan a hacer por miedo o por asco. Son armados con armas antiguas, calzados con botas demasiado grandes que los hacen tropezar cuando deberían correr para salvar su vida. Son humillados, drogados, violentados para una obediencia perfecta, pagados con un cigarrillo.

Tienen sed, tienen hambre, tienen miedo.  Miedo de ser matados o de no matar con suficiente rapidez… Se llevan a los niños, se llevan también a las niñas… y a todas las violencias hay que agregar las violaciones en serie y a repetición, las maternidades imposibles, las enfermedades que matan… ¿Cómo podía encontrar un rayo de esperanza para dejar a los espectadores sin traicionar a esos niños?

(06) La metáfora se impuso como recurso estilístico: la doble estructura permitio a la vez la emoción directa (Joseph y Elikia están en la acción, huyendo del campo de rebeldes) y la comprensión del contexto (la enfermera cuenta, está en el relato del testimonio que hace frente a la comisión).

Del mismo modo, el último texto, Tres pequeñas hermanas, que se dio como desafío de encontrar públicos infantiles y adultos en las mismas zonas emotivas, salió a la luz gracias a una metáfora que permitió aproximarse sin patetismo al tema perturbador y último que es la muerte de una niña querida en una familia unida, de crear una resiliencia posible e insistir tanto sobre la vida y la reconstrucción como sobre el dolor de la pérdida. La metáfora fundacional es el flash-back que sitúa la historia en un pasado reciente permitiendo asi situar la tragedia en un contexto que da el antes, el presente y el después y de hacer vivir a Alice en su familia en los tres tiempos.

La metáfora: el pivote de mi escritura

La metáfora fundacional se volvio entonces el pivote de mi escritura pues me dio la libertad de hablar de la vida dando a los niños de un golpe la libertad de acercarse también a la vida. Marca el pasaje entre la investigación que realizo sola o con niños y la escritura que supone una pérdida de control del artista y del adulto y el abandono a las fuerzas inconscientes. La escritura se impone intuitiva, fluida, generosa. Va a los tumbos, se alimenta de los sentidos que hace surgir, de las palabras, de las imágenes de las emociones.

Esta metáfora tiene el poder de silenciar las miles de hipótesis, de elegir una de las que hicieron surgir la gestación y la investigación y que les narra todas. Tiene el poder de hacer callar los deseos conscientes o inconscientes de decir algo preciso.  Ella socava los sentidos, los multiplica según las necesidades de la fábula, sin jamás imponer una verdad única y sin la necesidad de desviar lo real o la realidad en favor de una imitación pálida basada en malentendidos, juegos de palabras y otras distracciones estilísticas. La multiplicación de sentidos da asi a los espectadores la libertad de comprender con su propia experiencia de la vida y de la realidad.

Esta metáfora fundacioinal me ha permitido situarme frente a la realidad, tomar posición como adulta, ser humano y ciudadana. Mucho más, la metáfora fundacional que me dio la libertad de decir, abrió para los niños miles de caminos secundarios, accesos, senderos que pueden llevar cada espectador a encontrar su intimidad dandole la libertad de ver y comprender a través de su experiencia propia de lo real. Esa metáfora es realmente fundacional.

Paul Ricoeur habla en La metáfora viva de la tensión creadora que brota de la colisión semántica entre dos términos, dos visiones, dos puntos de vista: la metáfora sería un cortocircuito de realidades polarizadas tomadas en una tercera dimensión que las reconcilia manteniendo su carácter contradictorio.

Conclusión

En conclusión, quisiera retomar la cuestión que no se puede eludir cuando se trabaja con público infantil: ¿Cómo el autor que escribe para niños puede encontrar la libertad de decir dando a la vez a los niños la libertad de ver el mundo? No tengo respuesta, claro.  Solamente sé que yo he elegido escribir para los niños con total conocimiento de causa y que trabajo cada dia para revertir la relación niño/adulto de subordinación didáctica. He aprendido de los niños. No hay coquetería en esta profesión de fe, sino una pasión por el mundo de la infancia que no ha aprendido aún a conformarse. Hice del trabajo exploratorio con los niños un vasto territorio de exploración en el que la empatía, sin conocer ni la palabra ni el concepto, se volvió en metodología. La presencia de los niños me habitaba aun cuando había termminado las animaciones y podía olvidar a los niños y escribir libremente sobre la vida en mi estilo.

La metáfora fundacional organiza en mi inconsciente, millares de datos registrados permitiendo de olvidar todos los públicos (niños y adultos) y sus obligaciones contradictorias y permitirme un solo, un sencillo punto de vista discutible y contestable.

Pido el derecho de no crear un amplio consenso.

Pido la responsabilidad « social » para hablar del mundo tal como es.

Pido el derecho a mi lenguaje, a veces radical, fuerte y duro, sin complacencia, sin compromisos para hablar del mundo imperfecto, en aquél vivimos todos, niños y adultos…
Me repito con frecuencia de que si el arte tiene una función de expresión, una función de comunicación, hay también, como diria Stuart Hall, una función constitutiva y nos convertimos en lo que comemos.

(Notas

(01) Tii-Jean quisiera casarse, pero… supone una relación pedagógica entre el autor y el niño, pero no tan desigual. En efecto, hay algo más que una simple expresión artística, existe el deseo de ser tanto educador como creador. Pero asumiendo esa parte pedagógica, a través del riesgo de la improvisación, el autor encuentra finalmente una nueva forma de igualdad en la relación. El adulto no es el que da una lección (el sentido no es unívoco), él ofrece una proposición es decir un cierto poder.
(02)
(03)
(04) Avec les enfants péruviens. P.42 Itinéraire d’auteur.
(05) Photos de L’Ogrelet
(06) Des images d’enfants soldats. Parmi les plus terribles…
(07) Photos des deux parties du spectacle et une dernière où les deux récits se c